Yo Soy!

Perfecto humano lleno de defectos,me encanta la poesia..andar aqui y alla..encontrar lo que no busco y disfrutar lo que encuentro! solo lees lo que una tripulante de la nave de la vida escribe en la memoria del olvido de los que nada recuerdan!...



5 de agosto de 2013

quote!

When you love someone, you've gotta 
trust them. There's no other way.           
You've got to give them the key to           
everything that's yours.  Otherwise,           
what's the point? And, for a while... 

2 de agosto de 2013

Pinches domingos!

AAAAAAGHH!!!! DOMINGOOOS ME CAEN MAL!!


Ese podrido olor a domingo
por Mariana Gallardo

Ese podrido olor a domingo Por: Mariana Gallardo - julio 5 de 2013 - 0:01 Crónicas Cotidianas, LOS ESPECIALISTAS - 16 comentarios   Conocí a María en el Parque España, que por lo general está vacío entre semana. Uno que otro niño, algunos señores o señoras, dos jóvenes en una banca, nada más. Ese día me llamó la atención un pequeño perro que se sentía cazador de pájaros. Honestamente, la escena del perrillo ladrando era bastante ridícula y creo que María se avergonzó cuando me descubrió mirando fijamente a su mascota. Gracias a lo que ahora sé que es una tendencia de María, me enteré de casi toda su vida. De la depresión de su mamá, del divorcio de sus padres, de la muerte de su ex novio, de su embarazo “no logrado” (o interrumpido). Un torrente de vida escupido en media hora. Un torrente intenso, a veces incluso angustiante. En algún momento temí que perdiera el control, pero volteaba a verla y ella lucía tranquila al hablar, pese a todo. Tras un silencio de cinco minutos –supongo que debía tomar aire, cosa que yo agradecí–, me empezó a contar que quería quedarse a vivir en el día martes. No entendí nada. — Sí –me dijo– es que quiero evitar esa sensación que se repite cada siete días, que invade el cuerpo, esa pesadez, ese nerviosismo. Esa soledad. — ¡Ah, el domingo! –exclamé–. Y entonces todo me hizo sentido. Me sumergí en mis propios pensamientos. Dejé de escucharla. — Virgen María, perdóname todos los pecados concebidos, los pecados cometidos, el pecado que acabo de hacer de abandonar una cama que no es mía, de tomar un taxi para regresar a mi casa, sola, donde grita un loro que está loco, en un edificio que me recibe con una corriente de aire helado, directo a una cama en la cual rumiar los tropiezos, lapsos y lagunas mentales. — Cristo, Buda, Shiva, perdóname, perdóname lo que hice y lo que no hice, lo que dejé de hacer y lo que hice en exceso, parece gritar el cuerpo, inmóvil frente al televisor, envuelto en mantas de franela mientras el cielo se cae a pedazos. — El domingo –dijo ella y me sacó de mis penitencias y arrepentimientos–. El reloj pasa lento –continuó María–, cada minuto nos recuerda que llega el fin de algo. Algo que no se sabe qué es, pero que pesa en la panza, que nubla el corazón. Un hueco creciente en otros casos. Se acelera el nerviosismo conforme cae la tarde y se apaga con lentitud la luz del mundo. Ya no se sabe qué hacer con el cuerpo, en qué sillón sentarse, qué película de Kevin Bacon ver, qué libro intentar retomar del buró. Por más que uno prenda velas y lámparas la semana amenaza con irse a dormir –terminó, tras un largo suspiro–. De pronto el Parque España estaba nublado y vacío, ya no había niños, sólo estábamos María, el perro que no dejaba de ladrar y yo. Y María seguía con su perorata, ya a estas alturas, casi necia. Me decía que la mente es mala. Que nos juega triquiñuelas, nos jode, nos revela lo peor de nosotros mismos. Nos lo machaca y lo repite. Como un amigo mala onda que se sienta en la mesa a señalarte cada grano de la cara, cada lonja, cada falta cometida, cada dedazo, me puso de ejemplo. Yo pensé en Marina y la secundaria. — Qué fácil era todo antes –continuó–, antes de que el cuerpo empezara a crecer, antes de que los problemas se hicieran patentes, los domingos se tomaba helados Bing, se pedía una bola de helado de vainilla servido en un gran vaso de coca cola normal. Se iba al cine, jugaba en la calle. Todo era muy sencillo. No sé en qué momento se empezó a deprimir la semana. ¿Fue acaso cuando me salieron los pechos? Quién sabe –dijo con tristeza–. Esa pesadumbre del domingo que poco a poco se convierte en podredumbre –continuó la joven mujer, implacable–. ¿Cómo explicar que algo que parece luminoso en la mañana dominical se torne gris y deprimente unas horas más tarde? –dijo y yo quise contestarle, pero la velocidad de su discurso convertía inútil mi respuesta–. — Empieza a partir de las 12 del día, ya que uno se levanta y hace un par de cosas, aunque sea desayunar. Pero desde que empieza el día está acabando. A estas alturas yo estaba ya francamente angustiada pero María no se daba cuenta de esto. — He pensado seriamente en dormitar todo el domingo, ignorarlo –dijo María–.  Ignorarlo como a un ex amante. Uno de eso que ya acabas harta y cansada de la relación, con gritos y portazos en el edificio a las cuatro de la mañana. — Me deprime pensar cuántos desayunos de domingo me restan por vivir sabiendo que todos ellos habrán de podrirse en unas horas. A cada uno le sucede otro, como inapelable condena, una amenaza inminente e inexorable en el calendario. Los calendarios. Deberían suprimir el domingo, las tardes melancólicas, donde uno ya no encuentra actividades. O deberían venir con manual y consejos para no llorar. — Ya sé. Ya sé que siempre pido respuestas que nadie puede darme. Es que es más cómodo pedir que buscar –concluyó–. Obviamente que en toda la tarde que estuvimos juntas nunca me preguntó nada. Sólo tenía ganas de echar su mierda al ventilador, pensé yo. El largo silencio que se instaló entre nosotras me impulsó a decir algo, lo que fuese para no sucumbir a su oscura narrativa, para no dar por perdidos, yo también, el resto de los domingos de mi vida. Comencé a hablar. — Levantarse a correr a Paseo de la Reforma, ir al mercado, cocinar, cortar las plantas, pasear por la Lagunilla. Todo eso es vivir. Esos pequeños detalles. Hacer la limpieza del baño, cambiar las sábanas, dejar listo el desayuno del día siguiente, hervir calabazas, chayotes y zanahorias para hacer un caldo que alimente el resto de los días. Para eso es el domingo –le dije a María, con el mayor entusiasmo que me fue posible–. Nadie me respondió. Tras un hondo silencio, me paré de la banca color verde donde estaba sentada. A mi alrededor no había nada. Ni María, ni perro, ni nada. Sólo nubes que amenazaban con explotar. En silencio me despedí de la realidad. Concluí que el domingo no alcanza más que para saber que otra vez, tenemos que empezar de nuevo.

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